CUANDO EL MACHISMO SE DISFRAZA DE FEMINISMO

En los inicios del cine Alice Guy rodó Las consecuencias del feminismo (1906), la primera película de la Historia que utilizaba los estereotipos de género con una intención transgresora y de denuncia de las desigualdades. En ella los hombres actuaban como mujeres y viceversa, exagerando la visión que del comportamiento masculino y femenino se tenía en un momento en el que el movimiento sufragista empezaba a mostrar su fuerza en lugares como Gran Bretaña. 
En el cine español no contamos con un filme paródico a la altura del realizado por Guy. Sin embargo, a partir de los años sesenta, coinciden en la pantalla varias películas que basan una parte importante de su atractivo en retomar esta premisa. Son comedias en las que los hombres se ponen el delantal (elemento clave y unificador en la caracterización de los actores) para ocuparse de las tareas del hogar mientras la mujeres trabajan fuera.
Esto no significa -ni mucho menos- que en pleno franquismo desde las salas se quisiera lanzar un mensaje feminista. La intención era la opuesta: mediante la parodia, los tópicos, el humor de brocha gorda y la ilustración pormenorizada de la supuesta inutilidad de los hombres para ocuparse de este cometido se demuestra todo lo contrario. Que las mujeres trabajen una vez casadas no es más que un capricho pasajero y en el desenlace de estas historias se deja claro que su lugar está al cuidado de la casa y de sus maridos: un mantra repetido y perpetuado por el patriarcado de todos los tiempos.
El aparente feminismo del que se revestían estas producciones, jugando con la idea de introducir al varón en el seno del trabajo doméstico, no era más que una mera fachada con la que dotar de modernidad a un cine que reflejaba y se dirigía a una sociedad muy atrasada respecto a los modelos europeos o al norteamericano, al que incluso se refieren directamente en algunos títulos y de donde proceden esas ideas que con su defensa de la liberación de la mujer son capaces de sembrar el caos en la vida provinciana, como ocurre en Un chica de Chicago (1960).
En este largometraje una joven formada en Estados Unidos vuelve a España y consigue convencer a todas las mujeres de su pueblo para que cuelguen los delantales y sean sus esposos quienes se encarguen de la limpieza y el resto de las funciones. Su revolución contra la tiranía masculina se organiza a través de una asociación llamada "Hijas de la Libertad", con asambleas masivas en la escuela e instrucciones pormenorizadas para asestar un duro golpe al machismo. Pero no va más allá de la utopía. Funciona hasta que el amor se entrecruza en el camino de la protagonista y desbarata todos estos planes.
En esa misma línea que busca desactivar el pensamiento feminista, presentado como algo ajeno a nuestro país mientras el fenómeno tomaba la avanzadilla en Europa durante esta década, se incluyen ¡Cómo sois las mujeres! (1968) o Los derechos de la mujer (1963). Ambas películas se tiñen de actualidad haciéndose eco de las ideas de independencia económica y autonomía laboral que proclamaba el movimiento, pero modifican los objetivos y el resultado que les espera a las mujeres que optan por no abandonar su profesión una vez dentro del matrimonio. 
Las dos protagonistas -Teresa Gimpera en el caso del primer filme y Mara Cruz para el segundo- tienen un carácter decidido que les hace no conformarse con el destino habitual reservado para las casadas (la crianza de los hijos y la reclusión en el hogar). Gimpera se aburre y ha terminado siendo invisible para su marido, un promotor inmobiliario muy ocupado que apenas le presta atención cuando vuelve cada noche; así que -aconsejada por una amiga- decide proponerle un cambio de roles y ella se dedica a los negocios, consiguiendo un éxito económico considerable y mucho mayor, mientras su pareja fracasa estrepitosamente tomando las riendas de la casa.
 
Por su parte, Mara Cruz interpreta a una abogada recién casada que, nada más acabar la ceremonia y sin quitarse siquiera el traje de novia, acude a su despacho a preparar la defensa de un caso y pasa incluso la noche de bodas dedicada a su oficio. Su marido, como venganza, decide robarle el puesto de esposa y reproduce fielmente cada uno de los pasos que le correspondería seguir a ella hasta que consigue vencer su voluntad. Ésta renuncia y él se sale con la suya. 

Sin ningún disimulo el director, José Luis Sáenz de Heredia, se salta la lógica del relato y abandona el prometedor punto de partida de la historia para aplicarle un barniz conservador. El que es uno de los arranques más progresistas del cine español del momento se esfuma pasados unos minutos. Además, los personajes femeninos acaban aceptando de buen grado las supuestas ventajas que les ofrece una vida conyugal tradicional y ceden el testigo de la realización profesional a los hombres. 
Plagadas de lugares comunes y chistes fáciles que salen una y otra vez en las distintas películas, la estrategia comercial de estas producciones se basa en ver a los actores en actitudes poco habituales, mostrando cómo son incapaces de empuñar un plumero sin provocar un desastre o no aciertan a cocinar una simple receta. Curiosamente, en el reparto aparecen varios galanes de la época, como Arturo Fernández, Javier Armet, Paco Rabal o Manolo Escobar.
Estos dos últimos encarnan un prototipo raro que no abunda, el de los hombres eficientes que bordan cualquier tarea que se les ponga por delante, arremangándose ante una fuente de platos sucios o llevando sin apenas despeinarse los mandos de una cocina. Parodian lo que debe ser un buen amo de casa, repitiendo los atributos que tantas veces se asocian a su equivalente femenino. Son pacientes, agradables y sumisos ante las mujeres, dejando al descubierto lo peor de los estereotipos de género.



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