VÍCTOR ERICE: PAISAJES QUE HABLAN

Se ha escrito mucho sobre la influencia de la pintura en la filmografía de Víctor Erice. Su trabajo con las imágenes se ha comparado a menudo con los cuadros de Antonio López (protagonista de la fascinante El sol del membrillo). Se ha estudiado la influencia de Vermeer, Velázquez o la escuela tenebrista en sus películas. El valor visual de su obra le otorga, sin discusiones, el título de "poeta pictórico" (así se llama el estupendo libro que revisa esta relación publicado por Rafael Cerrato), y ha generado un corpus teórico que indaga en todos y cada uno de los aspectos visuales de su obra. 
Ahora, cuando se cumplen 50 años de su debut en la gran pantalla con El espíritu de la colmena, es un buen momento para detenerse en otros factores que quizás pasen más desapercibidos, como la importancia del paisaje en la construcción de su narrativa, un elemento que funciona de manera paralela al relato al aportar otras claves de lectura y dotar de significado a determinadas acciones de los personajes de su primer largometraje. 
El espíritu de la película se esconde en los ojos de Ana Torrent, su protagonista, dueña de una mirada única, abrumadora, inmensa y repleta de preguntas. Si borramos su huella, y también el rastro de los otros personajes que conforman esa colmena a la que alude el título, el entorno elegido para ambientar la historia (el pequeño pueblo de Hoyuelos en la provincia de Segovia) adquiere toda su fuerza; una extraordinaria carga simbólica que Erice capturó con su cámara escogiendo apenas un puñado de localizaciones. 
Hay pocos escenarios en la película y siempre se presentan vacíos, solitarios, despojados de vida (sin árboles ni vegetación que los rodee en la austeridad del invierno). Al fondo, omnipresente, se dibuja la línea del horizonte sin fin de la meseta castellana. Es un paisaje sin tiempo ni límites, pero que aquí funciona como metáfora inversa para resaltar el microcosmos cerrado en el que se desenvuelve la trama. Los exteriores, inmóviles, sólo se modifican cuando los cruzan vehículos o trenes. Se aproximan lentamente desde el fondo, procedentes de lugares desconocidos que nunca vemos. Son el anuncio de un cambio. Su llegada marca un punto de inflexión en la narración transformando la vida de los habitantes.
Hay un enclave crucial que empuja el descubrimiento de esa otra realidad, mítica y lejana, que marca el futuro de la protagonista. El salón de actos del pueblo, convertido en sala de cine improvisada para acoger la proyección de Frankenstein, de James Whale. El primer enfrentamiento de la niña con el monstruo transcurre en la oscuridad de una atmósfera impregnada de verdad. La ausencia de carteles, letreros y publicidad en los muros y la entrada del edificio confunde su visión infantil. Influenciada por el peso de una arquitectura de lo real (que no se diferencia del resto de las construcciones vecinas) se adentra en el mundo de los sueños. Da por cierta la existencia de un espíritu cuya presencia no tardará en materializarse.  
Esa sensación mágica se traslada a los juegos que la niña reproduce después en la mansión familiar. Es u
na mole silenciosa, separada del pueblo circundante, vallada y ajena al contacto social. Su fachada impenetrable, con sus grandes muros de piedra y aspecto de fortaleza (con ciertas partes almenadas como la terraza del jardín) refleja el carácter del padre, un apicultor (Fernando Fernán Gómez) que encarna el orden establecido. La madre (Teresa Gimpera) se configura como una figura ausente encerrada en su pasado; e Isabel, la hermana de Ana e iniciadora de algunos de los misterios que se producen fuera del espacio seguro de la casa, actúa como su cómplice.
Sólo abandonando esas cuatro paredes y alejándose de lo conocido Ana encuentra un refugio para su libertad. Emprende una huida que la enfrenta con el peligro y así consigue escindirse de su entorno. Esta separación se produce en el corazón del bosque y se plasma mediante una pormenorizada atención a los detalles de la naturaleza (las setas, el resplandor nocturno o la contemplación del propio reflejo en las aguas de una laguna).  Ana se escapa y, como parte de un ritual repetitivo, vuelve una y otra vez a una granja abandonada en mitad de la nada. Situada frente a un pozo transita por su alrededores en silencio, como si se tratara de una invocación realizada en el terreno de un antiguo santuario.
Esta resignificación de la ruina, junto a la polisemia de las imágenes y a una elaborada selección dramática de unos pocos escenarios -que aparecen tal cual son sin añadidos ni mejoras-, convierten al filme en uno de los grandes referentes cinematográficos (junto a La Caza, de Saura; Furtivos, de Borau; o Tierra, de Medem) en explorar las características del paisaje español desde una concepción personal, profunda y trascendente. En todas ellas lo esencial no resulta invisible a nuestros ojos.





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