BUSCANDO PISO DESESPERADAMENTE

La película En los márgenes es el testimonio más reciente del drama de los desahucios en la gran pantalla, una situación con la que tristemente nos hemos familiarizado en los últimos años. Gracias al cine podemos seguir la pista a conflictos y demandas sociales como ésta, que ha aparecido como trasfondo en la ficción más de una vez.

En 1958 El Inquilino, de José Antonio Nieves Conde, puso cara a esta dura realidad. Eligió un rostro muy conocido, el de Fernando Fernán Gómez (ya una estrella en aquella época), en la piel de un padre de familia desesperado que tiene sólo tres días para encontrar una casa antes de que echen abajo la suya. 

Sin trabajo fijo ni ahorros suficientes, con cuatro hijos y una cuadrilla de operarios lista para demoler su edificio, cada minuto cuenta. El protagonista recorre la ciudad de cabo a rabo y agota todos los recursos para evitar verse con sus muebles y su familia abandonados en plena calle.

No desperdicia ni un segundo en su odisea por un Madrid de contrastes en el que, junto a asentamientos miserables de las afueras, se levantan nuevos barrios para acoger al aluvión de la población migrante que desde la provincia acude a la capital. 

En esta carrera sin descanso por salvarse, Fernán Gómez y su mujer (encarnada por la actriz María Rosa Salgado), recurren a todas las posibilidades que tienen a su alcance: préstamos de amigos, recomendaciones, programas de ayudas públicas que ahogan a los solicitantes en un mar de trámites burocráticos. Son capaces de visitar una chabola para alquilarla o de seguir a una comitiva fúnebre por si pueden aprovecharse y ocupar la casa del fallecido. Además, solicitan al propietario de la vivienda que aplace la demolición, consultan con avalistas o caen en las garras de inmobiliarias sin escrúpulos que engañan a los futuros compradores. Todo sin resultado.

Las escenas combinan lo realista con lo macabro, y pintan un panorama desolador con toques de humor negro en la línea de los grandes clásicos de Berlanga, como Plácido o El verdugo, dos títulos que también muestran la larga sombra de la desigualdad extendiéndose entre las capas populares. Es el mecanismo de la risa utilizada como arma corrosiva. Dentro de los estrechos márgenes marcados por la censura del Franquismo no había otra salida que la parodia. No se permitían otros enfoques y, aún así, el final de El inquilino fue cambiado para controlar el mensaje de crítica social que podía mostrar una comedia que no debía despertar la conciencia del espectador ni tener pretensiones ideológicas.

Nieves Conde ya había vivido algunos encontronazos con la censura años antes. Su película Surcos (1951) -influenciada por el neorrealismo italiano siendo el único filme español rodado según estos presupuestos-, contaba con crudeza la miseria de una familia en su traslado del campo a la ciudad. Sufrió diversas modificaciones y se estrenó con un final distinto del que figuraba en el guión original. El realizador aprendió la lección y sustituyó el tono realista de aquella por la caricatura grotesca y desmesurada de las situaciones cotidianas que recoge El inquilino. La fórmula le permitió abordar temas incómodos políticamente bajo el disfraz inofensivo de la risa, empleando recursos como las secuencias oníricas, en las que los sueños imposibles sirven de única vía de escape ante las presiones que persiguen a los personajes.

El filme presenta una doble lectura que no pasa desapercibida en el plano visual. El uso de un lenguaje publicitario, entre cómico y exagerado, extrañamente amable y cercano, presente en todos los letreros que decoran las calles, los anuncios o los despachos de los agentes inmobiliarios. Un paraíso artificial y ficticio, vetado a los pobres, que refuerza a través de la ironía la dureza con la que son tratados los protagonistas.





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